Gandia gravita en torno a la moderación y la más asentada tolerancia. Sin embargo, en los últimos cuatro años su alcalde ha propiciado un desplazamiento hacia el extremismo. Lo ha hecho aplicando el autoritarismo propio de quien manosea la democracia en lugar de construirla y revienta sus formas para silenciarla. De quien concibe la ciudad como pista para el despotismo y el oportunismo. De quien considera a los ciudadanos unos simples e ignorantes subalternos.
El radicalismo abrazado por el alcalde de Gandia es receloso de la democracia representativa y auspiciador de liderazgos personales con sello de amo, que no de servidor público. Ese extremismo es propagandista, alimentador de correveidiles, establecedor de empalagosos halagos al jefe y atormentado por convertir sus fracasos en ficción de victoria. Es un extremismo intervencionista en lo económico, abrazado a premisas antagónicas del liberalismo, la transparencia pública y el cumplimiento de las reglas que conceden iguales oportunidades a todos los agentes económicos. Un particular y absolutista universo en el que se paga a quien contamina, se salva con dinero público el negocio privado de algunos, se busca en California la profesionalidad ya disponible en casa; el mismo donde deleita la grosera promoción del «Gandia Shore» o se conceden apresuradas exclusividades por gracia del primer regidor.
Con todo, si algo se encuentra en el ADN de este tipo de extremismo, es su obsesión por dividir a la sociedad y atraer adeptos sobre la base de tres argumentos, históricamente bien conocidos por su ductilidad manipuladora: religión, raza y patria. Cualquiera de ellos hubiera bastado para exteriorizar su huella personal, pero el alcalde de Gandia, radical también en este punto, los ha aplicado todos ellos.
La utilización de la religión se ha constatado en el intento de elevar a alcaldesa perpetua de Gandia a la Geperudeta; la entrega a ésta de la vara de mando, ante la imposibilidad de conseguir el anterior propósito; la portentosa exhibición de fe por el primer regidor municipal con ocasión de Semana Santa, quien, por cierto, debería revisar las hipérboles de sus escritos a la luz de la parábola del fariseo y el publicano o de cómo la ostentación religiosa no encaja con el Evangelio de San Lucas. Y, como remate provisional, la concesión de edificios municipales a la Universidad Católica, fracturando el pacto con la Universitat de València. Todo ello, por inocente coincidencia, a escasas semanas de las elecciones y con Ciudadanos a la vista.
Junto a la religión, la raza. En este caso, el odio al extranjero. La xenofobia. Recordemos que el alcalde de Gandia se vanagloria de que las solicitudes de empadronamiento presentadas al ayuntamiento por inmigrantes extracomunitarios se remitan, ilegalmente, a la policía. Finalidad aparente, detectar delincuentes. Finalidad última, criminalizar aquéllos y reducir su presencia. Consecuencia real, la burla de la colaboración intermunicipal y el sonrojo del más elemental humanismo: que otros pueblos acojan a los inmigrantes o bien que éstos se jodan si carecen, en ausencia de empadronamiento, del acceso a la sanidad y la educación públicas.
Y, por fin, la patria. Una patria restrictiva y humilladora del valencianismo. La misma que ha inyectado conflictos allá donde no existían. Quede como muestra, insólita incluso para el regionalismo tradicional, la retirada y exilio del conjunto escultórico que recordaba la batalla de Almansa. Nada extraño en quien ha rendido pleitesía a Esperanza Aguirre y Cristóbal Montoro –adalides de la España castiza y recentralizadora– con ocasión de su presencia en Gandia.
El uso de los anteriores ingredientes ha tensionado la ciudad y creado división en tiempos de emergencia que precisaban de proximidad y coincidencias. En todo caso cualquier alcalde, sea del color que sea, debería saber que su primera responsabilidad, su deber básico y patriótico es doble: evitar el conflicto y aglutinar las energías de Gandia para encauzarlas hacia metas constructivas. ¿Qué metas?: afrontar la pobreza y la desigualdad que se han instalado en la ciudad; escapar de la decadencia económica en la que se ha desembocado, con 9.000 parados, la tristeza comercial en las calles y la sangrante desaparición de empresas; combatir la frustración de esa inteligencia joven que marcha hacia otros lugares o se consume en el desempleo y el subempleo. Alentar una atmósfera propicia al desarrollo de responsabilidades cívicas. La generación de un gran capital de confianza entre los ciudadanos y de éstos en su ayuntamiento.
No ha sido el caso. La alcaldía se ha elevado sobre su propia prepotencia y desde ésta ha construido una realidad inexistente que transita la falsedad, frivoliza con fantasías y bordea lo esotérico. Y, entre todo ello, lo más ponzoñoso: ha cultivado con notable aplicación el huerto del extremismo. Ese extremismo que, para la historia democrática de Gandia, supone una singularidad, un agujero negro ajeno a la personalidad, dignidad y conciencia de la ciudad ducal.
Doctor en Economía y miembro de la candidatura de los Socialistas de Gandia.
Artículo publicado en el Levante-EMV La Safor el 19 de Abril de 2015